He aprendido a
viajar ligera de equipaje. Guardo mis libros siempre en el bolsillo delantero
con el cepillo de dientes y algunas bragas limpias. Al volver, sólo traigo
conmigo un plus de postales fechadas que compro en algún rastro del lugar. Me
gusta recordar con fotografías ajenas a mí.
También a la vuelta dejo al
descubierto, en la red lateral de la mochila, aquellas bragas usadas. No me
gusta mezclar lo limpio con lo guarro. O lo guarro con lo extremadamente
guarro. No tengo trapos sucios que esconder. Aunque si algo no me gusta de mí,
es mi relación con los espejos. Me miro y me siento mundana. Me muevo en una
constante dualidad carnal que detesto. Las veces que no me comparto, es por
pura pose. Luego lo dejo correr, porque el orgasmo es el orgasmo.
El secreto de
los viajes lo salvaguardan todas las plazas que se llaman San Martín. Lo
malo de que los secretos sean secretos, es que la memoria los mancilla. Por eso
muestro las bragas. Las impresiones desconocidas son la prueba de que todo lo
viví. Eso, y porque va ligado a mi afirmación de que si no lo cuento, es como
si no lo hubiera vivido