Tommaso toca
al timbre cinco veces seguidas aunque no venga con prisa. Le abro la puerta y
ya tiene el paquete de tabaco de liar preparado en la mano.
—¡Miau!—
saluda, porque siempre saluda así.
Nos sentamos
en el sofá de la sala, que huele a tres días de no ventilación y pongo algo de incienso
para disimularlo.
—Vengo sólo
un rato— dice —luego me voy a leer. ¿Sabes? leer no hace daño a nadie. Estaría
bien que cogierais un libro de vez en cuando.
Estira las
piernas sobre las mías y no hablamos.
—Pon algo de
música.
Me levanto
hacia el reproductor y suena ScratchMassive y luego nuestro tema de Major Lazer que descubrimos en 2012, y que a veces ya nos cansa, pero otras no
tanto.
—El huevo que
me regalaste va fenomenal. Estoy más inspirado con la vida.
—La chica del
sexshop me dijo que te gustaría.
A veces se
hacen silencios, pero nunca son incómodos.
—He pensado
que podríamos empezar un juego— le digo.
—Ya estás tú
y tus ideas. Ilumíname, por favor.
—Podría escribirte
todos los días una palabra, un concepto, y tú me mandas una foto basada en él.
—Eso es un
juego pícaro, para los que tienen tensión sexual.
Su cigarro es
de combustión lenta, lleva con él unos quince minutos. Se lo enciende, se
apaga. Se lo enciende, se apaga. Se le cae muchas veces la ceniza en los
pantalones y lo sacude al suelo.
Mientras, yo
no puedo parar de pensar en mis cosas, él lo intuye, porque siempre suelo
pensar en lo mismo.
—¡Ay! Déjalo
ya, Lauren, todavía eres muy joven como para tener problemas.
Me levanto
hacia la cocina para hacer la cena y, como siempre, no queda nada en la
despensa. Me preparo una sopa con el medio puerro rancio que queda y con una
zanahoria. Tommaso me acompaña y traslada el olor a tabaco por toda la casa.
—Hoy he
soñado con niños. Siempre sueño con niños— le digo—, bebés. Es horrible porque
los abrazo como si fueran míos y tienen ojos de cristal y melena rubia.
—Tú vas de
feminista, pero algún día te pondrás a criar, como todas.
— ¿Tú quieres
hijos? — le pregunto.
—Yo no hablo
de esas cosas. Son asuntos de cada uno, y tú eres una coneja. ¿Cuándo viene tu
madre a visitarte otra vez?
—No sé— le
digo — pero a mi madre ni la sueñes.
—¡Qué coneja!
Anda, bebamos cerveza.
Nos sirve un
vaso a cada uno y alterno sorbos de sopa y de cerveza. Él ya viene cenado de
casa.
—¿Y qué estás
leyendo? — pregunto.
—Sobre técnicas
del dibujo.
—Tú lees sólo
para tener cosas de las que hablar en tus reuniones de artistas. Yo leo para
disfrutar.
—Se pueden
hacer las dos cosas. Puedes incluso correrte.
Me río.
—Qué coneja...
La cocina se
carga de humo y las ventanas se empañan. A veces me alivia eso, porque no tengo
cortinas y el contacto con los vecinos es muy directo. Me imagino, mientras me
termino la sopa -que en el fondo no está tan mala-, todas las veces que entro
desnuda a la cocina a buscar cualquier cosa. Nunca pienso en los vecinos, se me
olvida que pueden estar observando.
—¿Sabes? — le
digo—De pequeña era nudista. Andaba en pelotas por todos los sitios. Cuando iba
al corral de mi abuela me daba miedo que las gallinas me picaran el culo.
—Qué coneja…
—Anduve desnuda
hasta los diez, cuando descubrí que la pelusilla daba vergüenza ajena. Incomodaba
a los demás.
—Los niños se
correrían al verte.
—¡Tenía diez!
—Da igual,
son todos unas pichas flojas. En fin, me voy a casa a leer.
Nos
levantamos y dejamos sin recoger la cocina. Le acompaño hasta la puerta.
—¡Miau!— se
despide, porque siempre se despide así.
En la casa
habita el humo y yo me voy a la cama, sabiendo que soñaré con niños.