jueves, 6 de febrero de 2014

Noemí


Noe tiene mal cuerpo y ganas de no comer. Le digo que se quite las sábanas y se ponga algo de color, que nos vamos a airear, a pasear entre los copos blancos que hoy caen por las avenidas, que eso sienta bien. Pero me mira y me dice que no, que mañana, que me lo promete, y yo le digo que no importa, que el futuro prosperará. No nos damos cuenta ninguna de las dos del porvenir que nos espera, que la razón a veces no da para vivir, que los pesares del tiempo atrás son más fuertes y que nos atormentarán aunque no queramos. Incluso los buenos tiempos, que fueron muchos y pasaron entre cañas de azúcar y ríos Resbalosos.
Le ponemos una cinta roja a todo lo que nos importa: la bicicleta, el pelo, el equipaje. Los vaivenes nos enseñan que hasta las ganas se pueden perder en el transbordo, pero creemos en la santería y le pedimos al cobre que nos traiga de vuelta esa sensación de querer seguir.
Noe me pregunta qué tal mi día y yo le contesto con lo mismo de siempre. Sé que ella quiere que volvamos juntas al verano de 2012 y que andemos por la playa en nuestros vaporosos bikinis mientras saboreamos un bucanero. Puede que yo lo quiera más que ella. La realidad es que se ha esfumado todo Agosto en un instante y ni las fotos lo pueden traer de vuelta. Algo ha muerto y nos pesa en los párpados y en los pies.
Preparo té con canela y Noe lo bebe a sorbitos, con la mirada puesta en el vacío. Yo quiero hacer algo por ella, pero no se deja, eso pienso; o no quiero, eso pienso después. Me acuerdo de Gladis y de aquella vez que lloramos entre cervezas — siempre es fácil llorar entre cervezas—. Ella me contó que perdió a su marido en el mar, porque los tiburones se lo comieron cuando él fue en busca de un futuro mejor. Yo le prometí que los días cambiarían y después nos fuimos a nuestras respectivas camas, sin volver a saber nada más la una de la otra.  

Las seis de la tarde se ha devorado a Noemí y yo he vuelto a casa para cambiar las sábanas y abrir la ventana. Hago una llamada y el teléfono me llora. No he podido lidiar con su tristeza y pido perdón por no haber sabido desviar la ruta. El auricular me moja las orejas. Debería haber puesto una flor amarilla encima del armario, pienso, o un vaso de agua debajo de la cama, o haber embadurnado su nuca con cascarilla. Ahora me quedo muda, pensando en los pinceles que tengo sin usar.