jueves, 20 de octubre de 2016

Cítricos

Siempre he pensado que ni mamá ni Gloria tienen arrugas porque pasaban los veranos entre el amor de los cítricos. Sus pieles están tersas como la naranja que cuelga del árbol esperando a que la arranquemos justo en el momento del día en el que el cielo se torna de su mismo color.

A la abuela, que dejó de pasear entre naranjos hace tiempo, se le han acentuado las patas de gallo de una manera descomedida. Su cuerpo es más pasa desde que ha olvidado que a las raíces hay que ofrecerles agua, que no florece el azahar sin el recuerdo. Apostaría lo que fuese a que no son sus ochentas sino la falta de beta caroteno o vitamina C en la memoria lo que la envejece.

Las naranjas nunca se dispersan, están ahí para nosotras, dispuestas a curarnos el estómago o cualquier víscera que tengamos fuera de su sitio, resquebrajado, hecho añicos. No les doy la importancia que merecen, al fin y al cabo me han nutrido la infancia y me recuerdan cuál es el lugar al que siempre puedo volver.

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