martes, 19 de diciembre de 2017

26


Media hora antes, me he puesto a recoger el cuarto como loca. He tomado la ropa del suelo, la he doblado delicadamente y la he colocado en el armario, cada cosa en su sitio. He barrido bajo la cama, quitado toda esa pelusa que acumulaba de semanas, aunque pareciera de años. He sacudido la cama como si intentara despegar de ella los fantasmas de la noche y he quemado palo santo para rociar la habitación de la cura que necesito. No es nada personal e inconfesable, todos necesitamos un poco de madera que nos sane el cuerpo.

Cuando he visto que las plantas están estrictamente regadas, los collares desenredados, las bragas en el cesto de ropa sucia y las botellas de agua llenas de colillas en la basura, me he tumbado a mirar el techo, que es más gris que las paredes porque en su día decidí que estaba muy cansada para seguir dando brochazos.  Pero la rendición no me asusta, porque solo me rindo con las cosas que no tienen importancia: techos grises, lavadoras llenas, neveras eternamente vacías… A pesar de que hable sobre todas estas cosas de persona que se rinde a la cotidianidad.

No doy por vencida, por ejemplo, mi copa de vino solitaria. Ni mis bailes frente al espejo. Ni mis fantasías de cruzarme contigo cuando ando por la ciudad. Ni mis ganas de compartir, como si no hubiera sucedido si no lo contase. Ni mis ganas de hacer todo lo que no soy capaz de hacer, como si no tuviera vergüenza. Ni mis ganas de estrenar zapatos. Ni mis ganas de llorar todos los años en la misma fecha, que casualmente es cuando suelo hacerme mayor. Ni mis ganas de subirme a las sillas y gritar que brindemos. Brindemos pues, que la vida está para eso.  

lunes, 4 de diciembre de 2017

Mañanas en Londres

En las mañanas como esta, cuando el sol acaricia el cemento de la ciudad, la aclara, la hace brillar, y en las aceras no existen transeúntes, solo colillas de la noche anterior, y el metro está vacío y las cámaras aprovechan para retratar las calles solitarias... es en estas mañanas cuando Londres me sonríe mientras saluda con la mano, y me invade la templanza, respiro hondo y profundo para cargar el pecho de grandeza. 

jueves, 2 de noviembre de 2017

Interiorismo

Me levanto dispuesta a comprar una planta. Una que llene el cuarto de vida, perfecta para mis noches solitarias, y que me acompañe en la locura, cuando pienso que debería ser como todas esas chicas que muestran en las películas, con vidas perfectas, camas perfectas, plantas perfectas. La mía será -pienso- como ella quiera, y la cuidaré regándola, poniéndole música, sacándola al balcón los días templados y cantándole a sus flores, que me arroparán al dormir. 

martes, 17 de enero de 2017

20

No éramos dos,
sino cuatro

Bebíamos Whisky
y consumíamos
Marlboro.
Nos reíamos
de los toros,
Las Ventas,
de todos los
demás.

Nos tumbábamos
en suelos
pegajosos
de un
piso interior,
sin ventanas
ni ventilación
y leíamos a
Bukowski
porque
creíamos
ser capaces
de vivir
como él,
entre genitales
ajenos
y pesadumbres
alcohólicas.

Los veinte
nos hacían
bravos,
o el calor
de septiembre,
no sé.
Andábamos
con medias
nalgas
al aire
y con los
pechos
descubiertos
mientras
rompíamos
camas
de metro treinta.

Todas las
teorías
sobre el
universo
parecían
fascinantes.
Al acabar,
nos tumbábamos
de nuevo
en el suelo
pegajoso
para imaginar
estrellas
en el

techo.

sábado, 14 de enero de 2017

Contaminada


Tocaba comida familiar, como todos los domingos -y supongo que como todos los domingos de todas las familias españolas-. Nos sentamos unas trece personas alrededor de la mesa del jardín de la abuela, que siempre olía a una mezcla de chucho y azahar, imposible de borrar de la memoria olfativa. Por aquel entonces todavía nos juntábamos todos a devorar la paella que mi tío cocinaba, como buena familia valenciana. Fue él mismo quien lanzó la pregunta que todos los santos domingos esperaba temerosa: “Y tú, ¿no te has echado novio todavía?”. Yo tenía catorce años. “No entiendo con lo alta y lista que eres”, (lo de guapa prefirió suprimirlo), “cómo no encuentras a nadie”. Con el tono en el que lo espetó me pareció que más bien se preguntaba que cómo era posible que yo no le gustase a nadie, con lo alta y lista que era, como si fuera mi culpa que, con catorce años, no tuviese novio. La pregunta no me pilló por sorpresa y venía preparada de casa. ¿Y si era yo la que no había encontrado a nadie bueno para mí? ¿Y si ningún chico era lo suficientemente alto y listo? ¿Acaso estaba condenada al fracaso por no tener novio- a los catorce-? La cuestión me enfadaba, pero siempre dejaba que me invadiese esa sensación de adolescente frustrada por no tener a nadie quien me quisiese como todos los hombres quieren a Jennifer Aniston en sus películas. Así que, aquel día, dispuesta a cambiar mi destino, espeté enfadada: “No quiero novio”.

—¿Y eso por qué? ¿Ya te has desenamorado? Eres demasiado joven para que el corazón te haya hecho crack.

Lo cierto es que en aquel momento me pareció una respuesta de adulto inteligente, de persona curtida por los años ¡qué sabía yo de corazones rotos con lo joven que era! ¡Cómo era posible que no quisiese novio! Fue diez años después cuando sentí aquel crack al que mi tío se refería. Una catástrofe anunciada, he de decir. Todo el mundo sabía que tarde o temprano acabaría devastada por los estragos del amor, bebiendo mucho y comiendo poco. Incluso yo misma, antes del nefasto acontecimiento, era consciente de la condición caduca de mi relación. Pero uno de los atributos – no sé si bueno o malo- del ser humano es que nunca pierde la esperanza. Leí en algún sitio que es lo único que nos mantiene con vida, así que yo contribuí a la teoría con mi parte y la estiré hasta el destrozo. Si hubiera sabido antes de los efectos secundarios del elixir químico y endorfínico del amor, igual me hubiera retirado a tiempo. Pero no, ahí estaba yo, rota y perdida, con el cortisol por las nubes preguntándome qué iba a hacer con tantos añicos. En ese momento, un amigo al que le lloraba en la barra del bar, como ironías de la vida, me dijo convencido: “eres demasiado mayor para que te rompan el corazón”.

La comida familiar duró como siempre todo el día. Mi tío seguía sin comprender por qué yo – a los catorce años- no tenía novio con lo alta y lista que era. En el fondo, yo tampoco lo entendía y me sentí fea, como todas las mujeres en este mundo se han sentido alguna vez. Sería simplista y reduccionista culpar a mi tío de todas mis relaciones fallidas pero debo admitir que analizando esto, ahora lo entiendo todo mucho mejor.