Tocaba comida familiar, como todos los domingos -y supongo
que como todos los domingos de todas las familias españolas-. Nos sentamos unas
trece personas alrededor de la mesa del jardín de la abuela, que siempre olía a
una mezcla de chucho y azahar, imposible de borrar de la memoria olfativa. Por
aquel entonces todavía nos juntábamos todos a devorar la paella que mi tío
cocinaba, como buena familia valenciana. Fue él mismo quien lanzó la pregunta
que todos los santos domingos esperaba temerosa: “Y tú, ¿no te has echado novio
todavía?”. Yo tenía catorce años. “No entiendo con lo alta y lista que eres”, (lo
de guapa prefirió suprimirlo), “cómo no encuentras a nadie”. Con el tono en el
que lo espetó me pareció que más bien se preguntaba que cómo era posible que yo
no le gustase a nadie, con lo alta y lista que era, como si fuera mi culpa que,
con catorce años, no tuviese novio. La pregunta no me pilló por sorpresa y venía
preparada de casa. ¿Y si era yo la que no había encontrado a nadie bueno para
mí? ¿Y si ningún chico era lo suficientemente alto y listo? ¿Acaso estaba
condenada al fracaso por no tener novio- a los catorce-? La cuestión me
enfadaba, pero siempre dejaba que me invadiese esa sensación de adolescente
frustrada por no tener a nadie quien me quisiese como todos los hombres quieren
a Jennifer Aniston en sus películas. Así que, aquel día, dispuesta a cambiar mi
destino, espeté enfadada: “No quiero novio”.
—¿Y eso por qué? ¿Ya te has desenamorado? Eres demasiado
joven para que el corazón te haya hecho crack.
Lo cierto es que en aquel momento me pareció una respuesta
de adulto inteligente, de persona curtida por los años ¡qué sabía yo de
corazones rotos con lo joven que era! ¡Cómo era posible que no quisiese novio! Fue diez años después cuando sentí aquel crack
al que mi tío se refería. Una catástrofe anunciada, he de decir. Todo el mundo
sabía que tarde o temprano acabaría devastada por los estragos del amor,
bebiendo mucho y comiendo poco. Incluso yo misma, antes del nefasto acontecimiento,
era consciente de la condición caduca de mi relación. Pero uno de los atributos
– no sé si bueno o malo- del ser humano es que nunca pierde la esperanza. Leí en
algún sitio que es lo único que nos mantiene con vida, así que yo contribuí a
la teoría con mi parte y la estiré hasta el destrozo. Si hubiera sabido antes de los efectos secundarios del elixir químico y endorfínico del amor, igual me
hubiera retirado a tiempo. Pero no, ahí estaba yo, rota y perdida, con el cortisol por las nubes preguntándome
qué iba a hacer con tantos añicos. En ese momento, un amigo al que le lloraba
en la barra del bar, como ironías de la vida, me dijo convencido: “eres
demasiado mayor para que te rompan el corazón”.
La comida familiar duró como siempre todo el día. Mi tío
seguía sin comprender por qué yo – a los catorce años- no tenía novio con lo
alta y lista que era. En el fondo, yo tampoco lo entendía y me sentí fea, como
todas las mujeres en este mundo se han sentido alguna vez. Sería simplista y
reduccionista culpar a mi tío de todas mis relaciones fallidas pero debo
admitir que analizando esto, ahora lo entiendo todo mucho mejor.