martes, 19 de diciembre de 2017

26


Media hora antes, me he puesto a recoger el cuarto como loca. He tomado la ropa del suelo, la he doblado delicadamente y la he colocado en el armario, cada cosa en su sitio. He barrido bajo la cama, quitado toda esa pelusa que acumulaba de semanas, aunque pareciera de años. He sacudido la cama como si intentara despegar de ella los fantasmas de la noche y he quemado palo santo para rociar la habitación de la cura que necesito. No es nada personal e inconfesable, todos necesitamos un poco de madera que nos sane el cuerpo.

Cuando he visto que las plantas están estrictamente regadas, los collares desenredados, las bragas en el cesto de ropa sucia y las botellas de agua llenas de colillas en la basura, me he tumbado a mirar el techo, que es más gris que las paredes porque en su día decidí que estaba muy cansada para seguir dando brochazos.  Pero la rendición no me asusta, porque solo me rindo con las cosas que no tienen importancia: techos grises, lavadoras llenas, neveras eternamente vacías… A pesar de que hable sobre todas estas cosas de persona que se rinde a la cotidianidad.

No doy por vencida, por ejemplo, mi copa de vino solitaria. Ni mis bailes frente al espejo. Ni mis fantasías de cruzarme contigo cuando ando por la ciudad. Ni mis ganas de compartir, como si no hubiera sucedido si no lo contase. Ni mis ganas de hacer todo lo que no soy capaz de hacer, como si no tuviera vergüenza. Ni mis ganas de estrenar zapatos. Ni mis ganas de llorar todos los años en la misma fecha, que casualmente es cuando suelo hacerme mayor. Ni mis ganas de subirme a las sillas y gritar que brindemos. Brindemos pues, que la vida está para eso.  

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